De alguna manera – o de muchas, más bien – hemos aprendido que siempre podemos ser mejores o que siempre las cosas que hacemos hubiesen podido hacerse de mejor forma. Hay mucho de verdad acá.
No obstante, aunque es cierto que somos “perfectibles”, cuando “evaluar” nuestras acciones, reacciones, emociones y relaciones constantemente con la visión de un despiadado auditor de control de calidad se convierte en una práctica que no termina, sin ninguna compasión hacia nosotros mismos, sin paciencia, sin tolerancia, sin amor… nos provoca una sensación permanente de cruel desazón.
El hecho de que cada día podamos ser mejores no debiera ser un yugo que cae sobre nosotros al no alcanzar nuestros objetivos como pensamos que ‘debiéramos’ hacerlo. Podríamos elegir mejor que esta idea de ser mejores cada día fuese algo estimulante para nuestra vida. Una motivación, una pasión… un ímpetu amoroso, en donde pudiéramos decidir qué crear cada día, cómo quisiéramos ser, quiénes quisiéramos ser… más amorosos, más gozosos, más pacientes, más asertivos… ¿Cómo quisiéramos crearnos a nosotros mismos hoy? ¿Cuál versión de nosotros mismos quisiéramos comenzar a hacer vida hoy?
Esto de aprender a ser tolerantes, compasivos y amorosos con nosotros mismos es todo un arte que ha requerido y sigue requiriendo de mí mucha paciencia y determinación. Es mejor que la alternativa que conocía. Cuando me permito sentir gozo al ir viendo cada pequeño avance en mi vida, cuando me permito ver cada ‘defecto’ o cada ‘área a mejorar’ como un interesante y curioso reto, sin juzgarme por cada cosa que quiero mejorar… con amor… siento realmente delicioso… La vida se convierte en una maravillosa aventura de creación…
No quiere decir que nunca más me haya vuelto a exigir demasiado a mi misma… sólo que, cuando logro darme cuenta de que lo estoy haciendo, pongo mi empeño en elegir nuevamente y me enfoco en perseguir el objetivo, pero de forma más gozosa, paciente y amorosa.
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